martes, 30 de noviembre de 2010

Los Veinticincos de Noviembre

-¿He sido un buen marido?  Preguntó Adolfo a su mujer en su lecho de muerte.  –Me has pegado alguna vez. Contesto Dolores con voz temblorosa. - ¿He sido un buen marido? Volvió a preguntar Adolfo con voz ruda y ojos furiosos. - Nunca me ha faltado comida... Contestaba ella bajando la mirada hacia su regazo. – Nunca te ha faltado de nada, has vivido con una reina. Dijo Adolfo levantando la voz, a la vez que giraba la cabeza y cerraba los ojos.
Dolores seguía sentada a su lado, mirando por la ventana de esa habitación de hospital, a su lado, como había estado toda su vida…Desde los 17 años, cuando conoció a aquel apuesto chico del que se enamoró, hasta hoy, a ese hombre tumbado en la cama que exhalaba sus últimos suspiros.
Recordaba aquellos días Abril, cuando aquel encantador chico la recogía en la esquina de su calle, para escapar del acecho de sus padres, y montados en una vieja moto gris se iban al monte a ver aquellos preciosos atardeceres. Recibía flores todos los domingos, iban al cine, recorrían las ferias cogidos de la mano, les importaba poco el resto del mundo, solo se necesitaban ellos dos.
Recordaba su boda, su elegante vestido blanco de cola larga, sus amigos, sus vecinos, su familia besándola y felicitándole por su matrimonio y recordándole la suerte que había tenido con ese hombre. “Te has llevado al mejor chico del pueblo, has tenido muchas suerte”, no paraba de repetirle su prima Virtudes.
Su luna de Miel en Toledo, en una bonita casa que les había prestado un familiar de Adolfo, seis días de pasión, amor y cariño.
Pero todo empezó a cambiar pronto, Adolfo ya no sonreía igual, la luz de sus ojos ya no brillaba tanto, gritaba y se quejaba por prácticamente todo. Llegaba a casa tarde y a menudo se metía en la cama sin cenar. Mientras, Dolores pasaba los días en casa, limpiando, cocinando para su marido y tejiendo en punto de cruz manteles para la mesa-camilla y haciendo bufandas de ganchillo para esos hijos que nunca llegó a tener.
Dolores esperaba despierta todas las noches la llegada de su marido, sentada en la mesa con la cena preparada que había estado toda la tarde cocinando para él. Adolfo llegaba, comía de mala gana, y allí seguía sentada Dolores, esperando una sonrisa, un te quiero, una caricia, un ¿Qué tal has pasado el día?, pero él nada de esto hacía. Cuando Dolores preguntaba, él respondía con monosílabos, se quejaba amargamente de la asquerosa cena y, a veces, muchas, golpeaba a Dolores con violencia, que la dejaba con la cara hinchada por algo más que la tristeza…después vuelta a ese catre taciturno que compartían.
Dolores se repetía, que aún él la quería, que todo iba a cambiar…pero cada día era la misma historia.
Hasta que hacía dos meses, él enfermo de gravedad y pasaba sus días en aquella habitación.
Dolores seguía mirando por la ventana los bloques de pisos a lo lejos, se preguntaba que si el mar era tan bonito como había visto en fotos, y si el sonido de las caracolas era realmente su sonido.
De pronto, escucho un ruido, una maquina comenzó a emitir un insoportable sonido, los médicos entraron, y no pudieron hacer más que confirmar la muerte de Adolfo.
Cuando ya lo sacaban de la habitación, Dolores no pudo reprimir unas lágrimas, a la vez que se decía…”tú has muerto hoy, pero yo ya había muerto mucho antes en vida”, cuando se disponía a salir de la habitación, se giro rápidamente hacia la ventana de aquella habitación de sexta planta del hospital, y por fin, pudo comprender lo que era volar libre…
Al día siguiente, los periódicos locales titulaban en portada, “Suicidio por Amor”

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