martes, 11 de enero de 2011

Nunca, jamás...

Despertó a media mañana, por la ventana entraba un sol radiante, el olor de las flores en primavera envolvía el ambiente, era un bonito día, para morir.
Se dio una larga ducha, se afeitó por última vez, utilizó gomina para colocar su largo pelo, vistió un elegante traje de la última boda y salió a la calle.
Mientras paseaba por las transitadas avenidas, miraba a la gente a la cara, les sostenía la mirada, hoy no les tenía miedo, hoy era más fuerte, hoy iba a morir, mañana no llegará nunca.
Se imaginaba su muerte, esos segundos de vuelo libre desde lo alto del rascacielos hasta el duro asfalto de la carretera, se preguntaba si su cuerpo reventaría en mil pedazos o si apenas tendría algunos hilos de sangre. Sentía pena de las primeras personas que encontraran su cuerpo, veía el rostro atemorizado de los sorprendidos transeúntes, recordaba a todos esos que lo insultaban, que a veces le pegaban, a esa chica que siempre le negó sus besos, a los que nunca confiaron en él, a los que nunca les importó su existencia, no puedo evitar esbozar una sonrisa. - Hoy seré yo el vencedor, se decía.
Llegó a la puerta del edificio, entró y comenzó a subir las escaleras, las contaba una a una, debe tener más de mil, pensaba mientras subía. Ya veía entrar la luz del sol por la puerta de la terraza, encaró las últimas veinte escaleras y alcanzó la cima de ese céntrico rascacielos.
Se aproximó al filo, había unas vistas preciosas, se podía contemplar toda la ciudad, la gente caminar abajo y el mar a lo lejos. Cerró los ojos, abrió las manos en forma de cruz, sentía la brisa acariciándole la cara, se sentía bien, libre, en diez segundos saltaría al vacío…
- ¿Estás seguro? Se escuchó una voz entrecortada al fondo. – Si, contesto él con firmeza, sin mirar atrás. – Pues hazlo, yo no he tenido tanto valor…volvió a hablar esa voz temblorosa.
De repente el chico tuvo miedo, se le encogió el estomago, sentía vértigo y mareos al ver el vacío, la mente comenzó a darle vueltas, - veinte años, veinte años…se repetía una y otra vez, saltó un metro hacía atrás y cayó al suelo bañado en sudor.
Desde el suelo pudo ver al dueño de las palabras que había escuchado hacía unos segundos. Era una chica de ojos verdes, con lágrimas en los parpados que apretaba las rodillas contra su pecho.
- Siéntate a mi lado, por favor. Dijo la chica. Allí permanecieron todo el día, contándose mutuamente las causas que les llevaron a encontrarse esa mañana en la terraza de aquel edificio. Olvidaron por momentos sus fobias, sus miedos, su penumbra tormentosa del simple hecho de vivir, el tiempo no se detuvo, seguía acompañándoles su vida.
Empezaba a anochecer, comenzaron a bajar esas escaleras que habían subido esa misma mañana, cuando su final estaba tan cerca. Salieron a la calle, sin dejar de hablar, cogidos por la cintura. Al torcer la primera esquina les sorprendió encontrarse una anciana con una pierna amputada en sillas de ruedas, con un ojo de cristal, que pedía limosna en un cenicero hecho con una lata de refresco. Al pasar junto a ella, la anciana comenzó a gritar…“Nunca, jamás te rindas, levántate una y mil veces y sé feliz, eres dueño de tu destino”
Al día siguiente los chicos volvieron a pasar por la misma esquina, en lugar de la anciana y su silla de ruedas, se encontraron unas conchas marinas en fila en las que se podía leer “D.E.P”

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