viernes, 10 de diciembre de 2010

Algún día...

Nos mirábamos, dejábamos pasar el tiempo, no nos importaba el tic-tac del reloj. Las horas corrían, el fin de semana se desvanecía a nuestros pies fríos, asomados por debajo del edredón. Nos besábamos, no necesitábamos nada más para esta bien, para ser felices, esa felicidad que se tiene cuando te sientes completo, el placer del deseo que reporta la felicidad. Hablábamos, interminables momentos tendidos a lo largo de un pequeño colchón, la facilidad de expresarte cuando tu presente es ahí y ahora, a veces, era de día, a veces anochecía, no importaba mucho si eras tú la que estaba ahí.
Paseábamos a ningún lugar, caminábamos juntos sin saber a dónde, ni porque, pero andábamos por una misma vereda, esa que puede ser interminable sin mirar más allá del ayer. Reíamos, con fuerza, por simple gestos, anécdotas compartidas que sabían a complicidad, la complicidad de eternos viajeros.
Dormíamos, despertábamos desubicados, pero todo volvía en sí, al escuchar cada latir, tu despertar sereno, la primera mirada de las princesas de mis sueños.
Compartíamos canciones entre besos y birras, curioseábamos libros, escribíamos relatos contra el mundo y sus reflejos. Recorrimos mil ciudades, nos besamos en cada puerto, traspasamos fronteras sin más bagaje que lo puesto.
¿Dónde estás? Musa de mis sueños, yo sigo esperándote cada noche que no duermo, cada despertar tardío, cada resaca solitaria en esta habitación que no conoces, la que se queda vacía cuando te marchas, la que espera deseosa tu regreso.
¿Dónde estás? Aquí sentado te espero, algún día a de llegar, esta mitad de mi que yo deseo.

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